Foise pero quedouse

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Por los senderos del bosque de Ametzagaina, hemos llegado hasta el parque de Castelao, junto al paseo Galizia, en el barrio donostiarra de Intxaurrondo. En el centro se erige el monumento al rianxeiro, retratado en la fotografía que abre esta entrada, uno de los muchos que se levantan en tierra vasca para homenajear a quien fue amigo de los vascos.

Intelectual de primer orden, médico, escritor, ensayista, pintor, caricaturista, pensador, de una relativa y tardía vocación política, Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao, Daniel Castelao para quienes le trataron, fue, sobre todo, un galeguista, con todo lo que ello significa. De sus contemporáneos, es Castelao quien ha calado más profundamente en la castigada conciencia de su país y también en aquella que Sartre llamaba conciencia reflexiva.

Nacido en el ombligo de la ría de Arousa, tuvo siempre claro dónde estaban sus raíces. Pero en su accidentado periplo vital, también fue capaz de extender vigorosas ramas por donde pasó, como se puede ver en este parque, tantos años después de que pudiera volver a la tierra que le vio nacer, aunque fuera con los pies por delante. Lo que el bertsolari Xabier Amuriza ha sabido resumir en estos versos:

Galizan sustraiak,
adarrak Euskadin,
zuhaitz bikainagorik
ez ziteken egin

En Galiza as raíces,
en Euskadi as pólas,
árbore millor
non pode medrar

Castelao visita Euskadi en 1932. El entonces diputado del Partido Galeguista por Pontevedra conoce Gernika, invitado por su compañero en las Cortes Ramón Aldasoro, diputado de Izquierda Republicana. Vuelve un año después, interesado en “conocer todo lo relacionado con lo vasco”, asegura Xosé Estévez en su libro A presenza de Castelao en Euskadi. En esa segunda visita, en la primavera de 1933, regresa a Gernika y firma en la Casa de Juntas. El 2 de abril, invitado por Acción Nacionalista Vasca (ANV) participa en un mitin junto a Luis Urrengoetxea y Julián Arrien, del partido abertzale, y Josep Riera i Puntí, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). La confluencia de gallegos con vascos y catalanes será importante para Castelao el resto de su vida. Durante su exilio en Buenos Aires, tras la Guerra Civil, fue “el principal impulsor de Galeusca” –continúa Xosé Estévez–, “un movimiento de solidaridad y unión” entre las corrientes identitarias de Galicia, Euskadi y Catalunya.

Cuando los socios de la Casa de Galicia en Donostia se propusieron celebrar el 75 aniversario de su fundación, quisieron mostrar su agradecimiento a la ciudad “por la acogida que siempre ha dado a todos los gallegos”. Nadie mejor que Castelao podía encarnar ese espíritu “irmanador”. El 15 de julio de 2006 se inauguró esta escultura erigida en el centro del parque que lleva su nombre, sufragada al 50% por la Xunta de Galicia y la suscripción popular promovida por la Casa de Galicia.

Representa el mapa de Galicia con el hueco dejado por la silueta de la autocaricatura de Castelao, junto al que aparece. La silueta vaciada se encuentra en el suelo, y en la parte posterior de la escultura se ha adosado la representación de un trisquel de Castromao.

Xosé Antonio Vilaboa Barreiro, el autor, dijo: “He pretendido en esta obra, hacer una reflexión… utilizando como base el granito de Pontevedra, y como inspiración, la figura de Alfonso Daniel Castelao. Todos los gallegos, independientemente de su personal ideología política, asumen que se fue, pero se quedó, en la vitalidad de su obra, su filosofía, su muerte en el exilio… y sobre todo en la profunda huella que ha quedado prendida en el pensamiento de los hombres y mujeres que componen el milenario pueblo gallego”. De ahí el título de la obra, colocado a sus pies: Castelao / Foise pero quedouse / Joan zen baino geratu zen / Se fue pero se quedó.

Al pan, pan; y al vino, vino

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Cada vez que vuelvo a puerto, tengo la impresión de que la gente habla más raro.

Si Blas de Lezo, al que llamaban “mediohombre” por haber perdido en combate una pierna, un brazo y un ojo, desembarcara con nosotros, hoy no sería un cojo, manco y tuerto, ni siquiera un lisiado, sino un discapacitado, o pluridiscapacitado en el mejor de los casos. Y si pudo llegar a coquetear con la locura, sería una persona con un trastorno mental severo. Ya no hay paralíticos, ni cojos, ni ciegos, ni sordos, todos tienen una discapacidad visual, auditiva, física o motora.

He llegado a oír que un futbolista pequeño es un jugador con el centro de gravedad bajo y a leer que un vago es un estudiante con bajo rendimiento académico. Los presos son internos y los ancianos personas mayores o de la tercera edad.

Hace tiempo que los negros dejaron de serlo para ser “de color”. Ahora, a nadie le chirría el oído oír hablar de afroamericanos; y los moros de la morería, son magrebíes o norteafricanos.

Ya no hay cocineros, todos son restauradores o chefs; ni peluqueros, ni porteros, que ejercen como estilistas y conserjes. Los dentistas son ondontólogos o estomatólogos y los callistas pedicuros. Barrenderos y jardineros opositan como técnicos de limpieza viaria o de parques y jardines. Y las putas… las putas son trabajadoras sexuales.

La gente ya no folla o hace el amor, ahora tienen o practican sexo, como si fuera un deporte. A los pobres les llaman desfavorecidos. Los muertos pierden la vida y hasta mentir es faltar a la verdad.

Y hablando de mentir, en los mentideros económicos flexibilidad equivale a barra libre a la hora de contratar o despedir; reformas a recortes y reajuste laboral o regulación de empleo a despido. La bajada de sueldos se ha presentado como devaluación competitiva de salarios. Y la emigración forzosa de jóvenes en paro, como movilidad exterior; Fátima Báñez dixit. Por no hablar del despido en diferido de Bárcenas tras su actividad extracontable sin carácter finalista, creación sublime de Dolores de Cospedal.

La regularización tributaria especial de Montoro era una amnistía fiscal para los defraudadores. El desabastecimiento producido por una huelga de transporte es una rotura de stock. Inyectar liquidez a la banca es trasvasar dinero público a empresas privadas y cuando la economía entra en recesión… experimenta un crecimiento negativo (contradictio in terminis).

Las separaciones matrimoniales se visten de seda. Cuando anunciaron la suya Jaime de Marichalar y la infanta Elena fue un “cese temporal de convivencia” y una “interrupción de su relación matrimonial” cuando les llegó el turno a Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón.

El cabeza de familia ahora es el sustentador principal. Ya no hay amas de casa sino responsables de las compras habituales del hogar y los minipisos son soluciones habitacionales imaginativas.

Las tendencias políticas son sensibilidades, la geometría variable es el resultado de la debilidad parlamentaria y las perversiones sexuales de los curas aparecen en los documentos oficiales de la Iglesia como contactos inapropiados.

Al negocio derivado del seguimiento informático de nuestros gustos y aficiones le llaman plusvalía del comportamiento y al sistema de espionaje que lo fundamenta, capitalismo de la vigilancia.

Los odiosos daños colaterales refieren siempre a la muerte de civiles inocentes. Las devoluciones de menores a Marruecos son retornos asistidos. La presencia de inmigrantes iraquíes en la frontera entre Polonia y Bielorrusia es una agresión híbrida. Y la guerra de Ucrania, una operación militar especial.

La última es la de los personajes de Dahl. Ya no hay feos, ni calvos, ni locos, y los gordos son enormes. Y por si no fuera suficientemente ridículo llamar a los gatos y a los perros, mascotas, he oído que los de la Guardia Civil son agentes caninos.

¡Ene bada! Nunca tantas palabras dijeron tan poco… o tanto. Si como ha dicho Luis Rojas-Marcos somos lo que hablamos, qué somos. Una sociedad pacata, hipócrita, remilgada y mojigata, tonta de capirote, por no decir otra cosa, que vive una realidad innombrable.

Los eufemismos, decía Orwell, son como la tinta que utiliza el pulpo para ocultarse, palabras que caen sobre los hechos como nieve blanda, difuminan los contornos y sepultan todos los detalles.

Yo me vuelvo a la mar. En mi galeón, hablamos siempre con respeto, por más que la realidad sea dura y, en ocasiones, hasta cruel, pero llamamos al pan, pan, y al vino, vino. No nos engañamos y nos entendemos mucho mejor.

Feijoo en la Edad de la Ignorancia

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Si como ha dejado escrito Luis Rojas-Marcos somos lo que hablamos, desde que Alberto Núñez Feijoo ha empezado a soltarse se le están viendo las costuras… y hasta el plumero.

Llegó a la presidencia del Partido Popular con la vitola de líder moderado, decidido a hacer prevalecer la verdad sobre la mentira y cada vez que se le ha presentado la ocasión se ha esforzado en dejarlo claro. Así nos ha regalado los oídos con perlas como estas:

“Aunque la moderación no está de moda, estoy convencido que la moda del futuro es la moderación. Y aunque la moderación a veces puede ser aburrida, es mucho más aburrida la falta de moderación” (4-10-2022)

“Las cosas que duran mucho tiempo son las cosas que merecen la verdad. La verdad y la mentira es aquello en lo que merece la pena dedicar una vida. ¿Para qué? –y lo aclara–. Para que la verdad venza a la mentira y no la mentira venza a la verdad” (10-06-2022)

Quienes creían que Rajoy y sus laberintos dialécticos eran insuperables se equivocaban.

Por si no había quedado claro, en la clausura de la II Mesa de Debate “Los Valores Constitucionales en la España del siglo XXI”, Feijoo ha vuelto a insistir:

“Cuando la mentira se instala y vence a la verdad, automáticamente la decadencia abrirá un periodo lamentable de nuestra historia. Pero estoy convencido que el pueblo español siempre siempre, cuando se pone en peligro la verdad, siempre siempre, abandona la mentira y se mete en los caminos de la verdad, que, en este caso, en el ámbito político, la verdad tiene un texto: la Constitución española de 1978” (28-11-2022). Qué ironía.

Hace unas semanas patinó Feijóo al comparar la situación política española con aquella distopía totalitaria que escribió Orwell “allá por el año 84”. En su discurso, en el Foro Global Youth Leadership, en el Palacio de la Magdalena, en Santander, amén de la comparación, confundió el título de la novela con la fecha de creación:

“La mentira o la posverdad nos esclaviza. Y, de hecho, podemos situar el nacimiento de la posverdad en aquella distopía escrita por Orwell, allá por el año 84, que, como saben, describe un régimen totalitario, con todo eso, con toda su crudeza. Si vamos a la obra de Orwell acreditamos lo que es un régimen totalitario”.

Aunque solo han pasado ocho meses desde que fue proclamado presidente, allá por el 2 de abril, el collar empieza a pesar. Claro que, quien se postula para sucederle al frente del partido, tiene ya varios, para alternar. Una de sus últimas perlas nos la ofreció al recibir, el 13 de septiembre del año pasado, el premio La llama de la libertad, del Instituto Bruno Leoni de Milán. Ayuso, que ejerce de madrileña allá donde va, dijo, sin pestañear:

“Madrid es una región única en el mundo. Créanme, está llena de madrileños” (sic).
Literalmente. Quienes le escuchaban quedaron estupefactos. ¡Qué nivel!

En plena Edad de la Ignorancia, cualquier ignorante podría hacerlo mejor. ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Vargas Llosa, el que recomienda a los ciudadanos “votar bien”, ha comparado a Ayuso con Ronald Reagan: “Cuando habla –ha dicho–, tiene un instinto que me recuerda al presidente de EEUU”. Y me da la impresión de que por ahí van los tiros, porque Reagan ha pasado a la historia como el presidente más ignorante de EEUU, al menos hasta su mandato.

En un trabajo reciente, titulado precisamente Profiles in Ignorance: How America’s Politicians Got Dumb and Dumber (2022) (Perfiles en la Ignorancia: Cómo los políticos estadounidenses se volvieron tontos y más tontos), el colaborador de The New Yorker Andy Borowitz ha estudiado el asunto en las dependencias del Faro de Occidente, estableciendo tres fases en el progreso hacia la imbecilidad en la vida pública de Estados Unidos.

En la primera, que llama del ridículo, los políticos ignorantes hacen todo lo posible por fingir que son inteligentes, aunque se les pudiera ver la parte de atrás de la cabeza al mirarles a los ojos. La ignorancia desata el ridículo y los políticos y sus asesores se esfuerzan por disimularla. Empieza con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan quien, según el autor, marca el triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. Un compañero suyo de California que le conocía bien dijo: “Podrías caminar a través de los pensamientos más profundos de Ronald Reagan y no mojarte los tobillos”.

A la vuelta de una gira por Centro y Sur América un reportero preguntó al presidente si la gira le había hecho cambiar su punto de vista sobre América Latina y Reagan le contestó: “Aprendí mucho… Te sorprenderías. Cada país es distinto”. De sus collares de perlas destaca la afirmación de que los árboles mataban a las personas con la contaminación: “Córtame antes de que vuelva a matar”, rezaban los letreros de algunos árboles en los campus durante la campaña presidencial de 1980.

La segunda fase de degeneración intelectual es la de la aceptación. Los políticos ya no tienen que fingir que son inteligentes. La ignorancia deja de ser un obstáculo en una carrera política y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, como una prueba de campechanía. Es la de George Bush hijo, el del trío de las Azores con Blair y Aznar, quien convirtió su ignorancia en un mérito para atraer a muchas personas a las que la pobreza y la injusticia les habían privado de las ventajas de la educación.

“Cada vez más, nuestras importaciones provienen del extranjero” señaló, dando pruebas de que sabía manejar la economía. En vísperas de la invasión de Irak, quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”, les dijo.

La presidencia de Donald Trump nos sitúa en la tercera fase, la de la celebración, en la que la ignorancia ya no se disimula, se muestra sin pudor, sin complejos, como se dice por aquí. Ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, contra los tediosos y avinagrados expertos. Trump, que se calificó a sí mismo como “el supergenio de todos los tiempos”, recomendó tomar desinfectante para curar el covid. Nada más ser elegido, desconcertado por el número de dirigentes extranjeros que le llamaban para felicitarle, llegó a confesar: “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”. En otro momento de gloria llegó a asegurar que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de Independencia americana.

En esta fase, la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes dice Antonio Muñoz Molina, que provocarían la risa si no fuera porque nos llevan directamente hacia el precipicio. Marjorie Taylor Green, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como muchos de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior y financiados por los judíos.

¡Ene bada!

En fin. Dos cosas quedan claras. Que, en la Edad de la Ignorancia, cualquiera puede ser presidente… o candidato; y, por si a alguien le quedaba alguna duda, que la luz mortecina del Faro de Occidente no es una buena guía para evitar el naufragio.

Un loro anarquista

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El padre Bosco escuchó una risa al lado de su ventana y se asomó con curiosidad, esperando encontrar a un vecino con un tono de voz grave y sonoro. Sorprendido, descubrió que un loro verde y con la frente amarilla se había posado junto a la misma y se carcajeaba con la desinhibición de un viejo marino. Lejos de asustarse, el pájaro le miró a los ojos y ahuecó el plumaje, abriendo el pico para exclamar:

 —Hola, mi amor.

El sacerdote sonrió y se aproximó con cuidado. Alargó la mano lentamente y le acarició el cuello. El pájaro agachó la cabeza y emitió un suave murmullo.

—¿Tienes nombre? —preguntó sin esperar una respuesta.
—Hola —contestó el loro—. Soy Cipriano.

El sacerdote se rio y puso la mano a la altura de sus patas, pensando que tal vez se posaría en ella y así fue. Su amigo Julián contemplaba la escena con una sonrisa en los labios.

—¿Ha tenido pájaros? —le preguntó el sacerdote.
—Sí, tuve dos periquitos, pero se murieron a las pocas semanas de fallecer mi mujer. No quise coger más, pues rehuía los recuerdos dolorosos. Rosa los cuidaba con mucho afecto. Siempre se preocupaba de que no les faltara agua ni comida. A veces los dejaba sueltos y se posaban en su hombro. Ahora pienso que es un error huir de los recuerdos.
—Recordar es una forma de revivir a los que se fueron, ¿verdad? —dijo el sacerdote.
—Exacto. Usted siempre lo dice de una forma más bonita.
—Tengo entendido que viven muchos años.
—Cincuenta. A veces más.
—Entonces me sobrevivirá.
—¿Quién sabe? De buena gana le prometería cuidarlo cuando usted falte, pero yo soy bastante más viejo. De todas formas, no es el momento de pensar esas cosas. Ahora disfrútelo. Cipriano es simpático y pacífico. Será un buen amigo. ¿Cree que los loros van al cielo?
—Yo no le cerraría las puertas y Dios tampoco creo que lo haga.

El padre Bosco no tardó en descubrir que Cipriano sabía decir muchas cosas, algunas sumamente inapropiadas como «A las barricadas» o «Ni Dios, ni amo». Cuando se enteró Julián, lo celebró con sonoras carcajadas.

—Este es de los míos. Debía pertenecer a un anarquista. Si es así, no puedo creer que lo haya abandonado. Los anarquistas son personas con conciencia.
—Quizás pensó que merecía ser libre —sugirió el sacerdote—. A veces se hacen cosas malas movidos por convicciones aparentemente nobles.
—Espero que el obispo… ¿Cómo se llama?
—Don Aniceto.
—Espero que don Aniceto tarde tiempo en visitarle. Si escucha a Cipriano, se desmayará.

Un buen día, el obispo se animó a pasar por el pueblo, pues le pillaba de camino y quería comprobar con sus propios ojos si la parroquia continuaba siendo un desastre. El padre Bosco sintió que su vieja úlcera se abría de nuevo cuando recibió la llamada de don Aniceto comunicándole su visita.

—Solo estaré unas horas. Viajo en coche con un sacerdote joven. No podré asistir a la eucaristía, pero podremos hablar un rato.

Don Aniceto se mostró conciliador y cuando conoció a Cipriano esbozó una sonrisa.

—Me encantan los pájaros. Tengo dos canarios. Eso sí, llamar a un loro Cipriano, que es el nombre de algunos santos, no me parece apropiado.
—Yo no escogí el nombre —se excusó el padre Bosco, encogiendo los hombros.
—Hola —chilló el loro, agitando las alas—. Soy Cipriano.

Durante unos minutos, repitió su nombre con su poderosa voz, que se escuchaba en la calle, provocando las risas de los vecinos. El obispo intentó hacerle callar susurrando unas palabras afectuosas.

—No hace falta que chilles. Ya te hemos oído.

El loro se calló e inclinó la cabeza, observando a don Aniceto. Parecía estar examinándole para averiguar qué había en el interior de su cabeza. De repente, se estiró y chilló:

—Ni Dios, ni amo.

El obispo retrocedió con gesto de ira y horror.

—¿Quién le ha enseñado esto? —preguntó.
—Ni idea —contestó el padre Bosco—. Imagino que su dueño anterior.

Don Aniceto contuvo su enfado y levantando el índice, se dirigió al loro:

—Eres muy bonito. No deberías decir esas cosas.

Cipriano aprovechó su cercanía para darle un fuerte picotazo en el dedo. El obispo soltó una exclamación de dolor y se alejó, tambaleándose. Sus pies tropezaron con un brasero y a punto estuvo de caerse. El loro lanzó una de sus risas y empezó a repetir:

—Ni Dios, ni amo. Ni Dios, ni amo.

El obispo no pudo contenerse y se dirigió airadamente al loro:

—Hereje. Masón. Cierra el pico de una vez.

El loro se calló y permaneció en silencio unos instantes, como si hubiera entendido las palabras de don Aniceto. Después, sin apenas moverse, abrió el pico y chilló:

—Arderéis como en el 36.

Demudado, el obispo gritó:

—Excomulgado. Deberías ser excomulgado.
—Por favor, señor obispo, tranquilícese —suplicó el padre Bosco—. Solo es un pájaro. Repite lo que ha escuchado.
—Espero que se deshaga de ese pajarraco —dijo don Aniceto—. Sé que no lo hará. Pensé que habría recapacitado, pero me he equivocado. ¿Sabe cuál es su problema? No quiere madurar. Sigue comportándose como un adolescente y, en el fondo, no desea cambiar. Me marcho. Rezaré por usted.

Esa noche, Julián acudió a cenar a casa del padre Bosco y este le contó lo sucedido.

—¿Qué va hacer, páter? Si quiere, puedo quedarme con el pájaro. A Rosa le habría gustado que lo hiciera.
—No quiero desprenderme de él. Me hace mucha gracia todo lo que hace, incluso su anticlericalismo. Me dedicaré a rezar rosarios a su lado. Quizás memorice algo y olvide esas consignas incendiarias. La próxima vez que venga el obispo tal vez sea capaz de decir cosas como «Dios te salve María».
—Para lograrlo, tendrá que repetírselo muchas veces.
—Sí, claro. ¿Sabe una cosa? El obispo me dijo que no deseaba madurar y pienso que tenía razón.
—No le entiendo. ¿Qué quiere decir?
—No quiero matar al niño que llevo dentro. Me crea problemas, pero le tengo mucho cariño. Se parece al loro. Quizás por eso le he cogido tanto aprecio.

A la memoria de Cipriano y otros camaradas suyos como Ravachol

La chorera de Richarlison

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No he visto el partido de Brasil, pero sí el gol de chilena de Richarlison a Serbia. Maravilloso, espectacular. Pero, ¿lo ha metido de chorera?, o de chilena. Detrás de esta pregunta hay una curiosa historia que no es del dominio público. Habrá incluso quien ajeno al mundo del fútbol no sepa siquiera qué es una chilena.

Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra dejó escrito el siguiente comentario sobre el asunto: “Ramón Unzaga inventó la jugada en la cancha del puerto chileno de Talcahuano: con el cuerpo en el aire, de espaldas al suelo, las piernas disparaban la pelota hacia atrás, en un repentino vaivén de hojas de tijera”. Así describió lo que es una chilena. Pero no aclaraba lo de chorera y, además, señalaba al inventor de la jugada.

Con catorce años, el deustoarra Ramón Ignacio Unzaga Asla emigró a Chile con sus padres en 1906, buscando una vida mejor. El niño fue matriculado en el colegio de los padres escolapios en Yumbel, y terminados los estudios comenzó a trabajar de contable en unas minas de carbón. Allí jugaba al fútbol con los compañeros hasta que un ojeador se lo llevó a Talcahuano para jugar en el Club Estrella del Mar.

Ese “repentino vaivén de hojas de tijera” con las piernas en el aire que decía Galeano, se pudo ver en el campo, por primera vez, un viernes frío y desapacible. Era 16 de enero de 1914, precisa el investigador Eduardo Bustos Alister, biógrafo del futbolista, y la jugada fue intencionada: “No le salió de casualidad. No se la inventó para resolver un mal pase. Él ensayaba la chilena en los entrenamientos hasta que ese día le salió”.

Al principio, como les ocurre a veces a los audaces, sufrió el escepticismo y la incomprensión. Algunos árbitros, desconcertados, no entendían qué significaba aquella pirueta, posteriormente conocida como chilena. En una ocasión, uno de ellos le pitó falta al hacerla, por considerar que era juego peligroso. El propio Unzaga resumió así al periódico El sur de Concepción (30-12-1918) lo que ocurrió a continuación: “Me vi obligado a observarle al árbitro su error, alegándole que reconocidos jueces no me la habían penado. Siguió después un cambio de palabras que trajo por resultado la orden del señor Beitía para que abandonara la cancha. Me negué a salir y afuera de ella tuve con él un cambio de bofetadas”. Unzaga tenía entonces 26 años y muy mal genio.

“Era un atleta total –dice su biógrafo–. Jugaba al waterpolo y formó parte de la selección nacional. También competía en los 100 metros planos, los 110 metros vallas, en lanzamiento de jabalina y el salto con garrocha”. Quizá fue esa experiencia en el salto con pértiga la que le animó a volar a por un gol.

La jugada ganó cierta repercusión cuando Unzaga, nacionalizado chileno desde los 18 años, fue convocado en 1916 para jugar con la selección en el germen de la futura Copa América, que entonces enfrentaba a Chile, Argentina, Brasil y Uruguay. “Así fue como la chilena se empezó a conocer en el exterior, porque la volvió a hacer en un partido contra Uruguay”. Los encuentros se jugaban en Buenos Aires, por lo que “fueron los argentinos”, según Bustos Alister, los responsables de llamar “chilena” a una cabriola que había inventado un vasco. Cita una declaración jurada ante notario en la que un vecino de Talcahuano, Santiago Risso Opazo, nacido en 1909, declaraba lo siguiente: “Allá por el año 1918, vi al gran jugador chorero Ramón Unzaga hacer una jugada llena de fuerza, equilibrio y sentido estético. Se le apodó chilena”.

Unzaga no le puso nombre a la jugada, se lo pusieron. Al principio no fue chilena, sino chorera, porque así se conocía coloquialmente a los habitantes de Talcahuano. Fue allí, en el campo El Morro, uno de los recintos deportivos más antiguos del país, donde la hizo por primera vez. El estadio lleva hoy su nombre y frente a él se inauguró, el 15 de mayo de 2014, una estatua que le inmortaliza haciendo la famosa pirueta como celebración de su centenario, obra de la escultora María Angélica Echavarri que abre esta entrada.

Quienes le trataron de cerca decían que a veces hablaba raro. Hablaba euskera, claro. Unzaga murió repentinamente de un infarto, a los 31 años, dejando mujer, Rosa, y dos hijos, Ramón y Fresia… Y la chorera o chilena para todos los aficionados al fútbol.

*****

Muerte en el campo

Pero el origen de la célebre jugada no termina con Unzaga. En el estadio José Zorrilla, en Valladolid, hay una placa de bronce que homenajea a un chileno, David Arellano, al que Galeano atribuye no la invención de la pirueta, sino su popularización en 1927.

Dos años antes, Arellano, que era maestro de primaria, había fundado el Colo-Colo siendo aún un veinteañero. Para dar a conocer el club y recaudar algún dinero, organizó una gira internacional. Fue en ese tour, según el autor de El fútbol a sol y sombra, cuando el delantero exhibió la chilena y la hizo famosa: “Los periodistas españoles celebraron el esplendor de la desconocida cabriola y la bautizaron así porque de Chile había venido, como las fresas y la cueca”.

En marzo de 1927, el Colo Colo atracó su barco en el puerto de A Coruña. Jugó contra el Deportivo, el Eiriña de Pontevedra y otro partido en Madrid contra el Atlético antes de llegar a Valladolid para enfrentarse a la Real Unión Deportiva. Los partidos eran a doble vuelta. En la ida, el equipo de Arellano se impuso por un contundente 2 a 6 a los vallisoletanos. En el encuentro de vuelta, El Norte de Castilla da cuenta de cómo el equipo local se había esforzado en la remontada: “Producto de la dureza con que jugaron los locales, tuvo que retirarse lesionado un chileno”. Era Arellano. El jugador, de 26 años, murió unas horas más tarde, a 11.000 kilómetros de casa. Sufría una hernia umbilical y jugaba con un protector especial –“la venda de goma”, la llamaban–. Pero aquel día no la había llevado al campo porque no pensaba jugar, le convencieron en el último minuto para hacerlo. Durante el partido, el defensor vallisoletano David Hornia cayó sobre su estómago y Arellano se retiró, dolorido, al hotel Inglaterra, donde se hospedaba el equipo. Los dolores crecieron y cuando llegó el médico comunicó a sus hermanos Francisco y Guillermo, también jugadores del equipo, que no había nada que hacer. Arellano falleció de una peritonitis y fue enterrado en Valladolid tras un multitudinario sepelio. Dos años más tarde, el cadáver fue exhumado y trasladado a Chile. El Colo-Colo aún lleva un crespón negro sobre el escudo en su honor.

Pablo Milanés, in memoriam

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Cuantas veces dijiste que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien. Que esperabas que un día el tiempo se hiciera cargo del fin.

Pues el fin ha llegado. Se acabó ese empeño por tratar de conquistar, con vano afán, ese tiempo perdido que nos deja vencidos, sin poder conocer eso que llaman amor para vivir. Para vivir…

Sentías a raudales, pero no hablabas de uniones eternas y te entregabas como si solo hubiera un día para amar. Te gustaba la canción comprometida. La que hacía pensar.

A todo decías que sí, a nada decías que no, para poder construir la tremenda armonía que pone viejos los corazones. Pero el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos.

Y sí, el fin ha llegado. De madrugada. Has dejado de jugar a hacernos felices. Pero, aunque el llanto es amargo, seguirás abriéndonos el pecho… con siete razones; haciendo que nuestra soledad se sienta acompañada, tantas veces.

Te negaré tres veces antes de que llegue el alba, cantabas. Me fundiré en la noche donde me aguarda la nada. Me perderé en la angustia de buscarme y no encontrarme.

Y seguías cantando…

Pensamiento,
dile a Fragancia que yo la quiero,
que no la puedo olvidar,
que ella vive en mi alma.

Anda y dile así:
dile que pienso en ella,
aunque no piense en mí.


Anda, pensamiento mío,
dile que yo la venero,
dile que por ella muero.

En este momento, no te vamos a pedir que nos bajes una estrella azul; sólo te pedimos que nuestro espacio lo sigas llenando con tu luz.

Esta mañana, miro tu cara y digo en la ventana Pablo, Pablo; eternamente Pablo. Nos costará llenar el breve espacio en que no estás. Descansa en paz, aunque sea lejos de tu mar, de tu palmera; de tu eterna primavera.

Confusión

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En un curso sobre estrategias de marketing, hace unos cuantos años, el profesor insistía en que los mensajes debían ser claros y precisos, que no debían admitir interpretaciones, para ser comprendidos correctamente y evitar frustraciones.

Para reforzar la idea, la ilustró con el famoso chiste de Eugenio que decía: “Nativa enseña el búlgaro. Nano, llamé… y resulta que era un idioma!” El frustrado amigo del Nano, a pesar de la brevedad del anuncio, de la concisión, había entendido otra cosa.

Después de la reacción inevitable de los asistentes, el profesor siguió a lo suyo. Lo que debíamos evitar, siempre, era el lenguaje artificioso y, por supuesto, nunca liarnos con tecnicismos.

Stephen Hawking no nos había acompañado en aquel curso y claro, le pasó lo que le pasó cuando en plena campaña electoral se pronunció en contra del candidato republicano Donald Trump. Hawking, acostumbrado a enfrentarse a materias y asuntos tan enigmáticos como los agujeros negros, señaló que aquel misterio político superaba su capacidad de comprensión, y añadió: “Trump es un demagogo, que apela al más bajo común denominador posible”.

Las declaraciones de Hawking, considerado una de las autoridades intelectuales más relevantes del mundo, generaron todo tipo de reacciones. Los seguidores de Trump lo hicieron con animadversión hacia el científico, pero no tanto porque estuviera en contra del millonario convertido en político, sino porque se sintieron frustrados al no lograr entender algunas de las palabras que utilizó el físico. Como cuenta Andy Borowitz, poco después de que la noticia irrumpiera en los medios, Google registró un aumento en el número de búsquedas de las palabras “demagogo” y “denominador”, que habían sido utilizadas por Hawking, según el equipo de campaña de Trump, con “el fin de confundir” al electorado.

Queriendo aclarar cualquier tipo de confusión y enviar un mensaje inteligible para disuadir a los fanáticos, Hawking replicó con un simple: “Trump, malo. Hombre, muy malo”.

Los ojos del mar

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Subíamos al faro, como quien sube a un cuento. Con el recuerdo de la lluvia reciente, el camino alfombrado de hierba, entre helechos y castaños que ya empezaban a soltar sus frutos, nos lleva hasta finales del siglo XVI, cuando alguien escribió en el dintel de la puerta de entrada a un caserío, en la parte alta de Igeldo:

Milla Bider
Supra Izurun Situm
Balaearum et Piratarum
Speculare Pondium
1593

(Mil postores/ sobre Izurun/ para observar/ la ubicación/ de los balleneros y piratas)

Era una puerta abierta al pasado, a los tiempos remotos de Donosti, “illam villam quam antiqui dicebant Izurun” (esa ciudad que los antiguos llamaban Izurun); tiempos de corsarios y balleneros, de piratas y atalayeros.

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Una fría mañana de diciembre, de aquellos tiempos, el talaixeru de turno grita sobrecogido, ¡¡¡por allí resopla!!!, ¡¡¡ba-lle-naaa!!!, ¡¡¡ballena a la vista!!! No le oye nadie, pero tiene la hierba húmeda preparada y enseguida una estrecha columna de humo se eleva sobre la cima de Arrola. La campana suena en el muelle y los cazadores corren hacia las txalupas que esperan preparadas en la rampa, con sus remos, arpones, estachas y sangraderas. Una ley no escrita dice que la embarcación que llegue primero ante la ballena y le clave su arpón, tendrá preferencia en el reparto.

Desde Igeldo y la Peña del Ballenero en Ulía, hasta Talaikoegia, sobre la punta de Anarri, en Orio; desde San Juan Talako, en Lekeitio, hasta Talaia, sobre la punta de San Telmo, en Hondarribia; desde Talaixa, sobre la punta de Alkolea, en Mutriku, hasta Talagutxia, Talaia de Matxitxako y la isla de Izaro, en Bermeo; desde Talaia, sobre la punta del cabo de Aitzundi, en Deba, hasta la Tour de la Humade, junto al palacio de Ferragus, en Biarritz; desde la ermita de Santa Klara, en Ondarroa, hasta Talaipunta, en Zarautz, sobre la isla y los arrecifes de Mollarri; desde Talaia, sobre el cabo de Ogoño, en Ibarrangelu, hasta Talaimendi, en Zumaia, al borde del acantilado, los atalayeros eran los ojos del mar. De su rapidez y habilidad para informar del avistamiento sin que los vecinos de los puertos más inmediatos lo vieran, en aquel juego de “ver sin ser vistos”, dependían la supervivencia y el corto bienestar de los cazadores de ballenas y sus gentes.

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El arpón silba en el aire y entra profundamente en el cogote de la ballena, que se sumerge furiosa, con un estremecedor bramido lastimero. La estacha corre tras ella y en la txalupa reman con fuerza para alejarse. La popa se levanta sobre la espalda de la ola, la cresta recorre la quilla y levanta la proa hacia el cielo. A duras penas logran mantenerse a flote. Cuando emerge de nuevo su lomo negro, desde las otras txalupas la asaetean con lanzas sangraderas. El mar se enrojece, la ballena cierra sus pequeños ojos y, dos horas después, aparece flotando entre las olas. Los remeros, el timonel y el arponero se abrazan sobre la txalupa.

Era una ballena franca septentrional (Eubalaena glacialis), también conocida como ballena de los vascos, especie que llegaba a nuestras costas entre los meses de octubre y marzo buscando aguas más cálidas para parir y cuidar a sus crías. Tenía unos 15 metros de largo y pesaba alrededor de 60 toneladas. Era la presa favorita de los balleneros vascos, porque tenía una respiración tan fuerte que la hacía visible a larga distancia, por el chorro que lanzaban sus resuellos a varios metros de altura; porque sus movimientos en superficie eran lentos; porque era confiada y permitía acercarse con facilidad a pequeñas embarcaciones; porque tenía tendencia a mantenerse cerca de la costa, en aguas poco profundas; y, sobre todo, porque su gruesa capa de grasa hacía que al morir saliera a flote, no hundiéndose como lo hacían otras especies, lo que facilitaba su captura y arrastre.

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Cinco txalupas se afanan en remolcar la ballena hasta el puerto, que espera con el muelle lleno de gente para darles la bienvenida. Con la marea alta yace ya en la rampa, esperando la bajamar para ser troceada. La vuelta victoriosa con el preciado trofeo garantizaba unas buenas Navidades. Una ballena cazada equivalía a un gran botín, que, a la par que enriquecía, daba testimonio del valor y arrojo de sus cazadores. Philip Hoare sostiene que “La ballena representaba dinero, comida, sustento y comercio. Pero también significaba algo más oscuro, más metafísico, por virtud del hecho que los hombres se jugaban la vida para cazarla” (Leviatán o la ballena).

La ballena era un bien preciado para las comunidades costeras. La grasa se cocía en grandes calderos de cobre para obtener el saín o lumera, aceite de ballena que se empleaba principalmente en el alumbrado, o para la elaboración de jabones y emplastos; las barbas se utilizaban como varillas de corsés y de sombrillas; la carne se consumía fresca, se ahumaba y adobaba, o se conservaba en salmuera. Se aprovechaba todo, hasta el esperma y los huesos.

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Este episodio de la historia ballenera vasca puede darnos idea de una actividad que se remonta a tiempos más remotos aún, incluso anteriores a la fundación oficial de nuestras villas costeras, como podemos ver en los sellos concejiles de Hondarribia (1297), que se conserva en el Museo del Louvre, en París; Bermeo (1297) y Biarritz (1351).

También de su relevancia económica, incluso de su dimensión épica. La riqueza proporcionada por aquellas ballenas y las imborrables imágenes que su arponeo dejaban, generación tras generación, han quedado para siempre en los escudos de Getaria, Biarritz, Zarautz, Hondarribia, Bermeo, Hendaia, Ondarroa, Guethary, Mutriku y Lekeitio, llegando a constituir un verdadero signo de identidad.

A pesar del esmero que ponían los ojos del mar en aquel juego de ver sin ser vistos, a menudo, la competencia entre balleneros de las poblaciones más inmediatas por conseguir tan codiciado trofeo hacía difícil evitar desavenencias sobre la propiedad o el aprovechamiento de la ballena, que derivaban en serios conflictos, como el que se suscitó entre las tripulaciones de Zarautz, Orio y Getaria por los derechos sobre la ballena capturada el 11 de febrero de 1878 en aguas de Zarautz. Javier Caperochipi y José Antonio Agote, patrones de las embarcaciones de Zarautz y Orio, demandaron ante los tribunales ordinarios a los de Getaria, Estanislao Aizpuru, Antonio Aramberri y Francisco Berasaluce. La disputa impidió obtener beneficios de su grasa y de su carne ya que la penúltima ballena franca cazada en nuestros puertos se pudrió antes de la finalización del pleito. Su esqueleto de 10,68 metros de longitud, es el que todavía hoy podemos ver en el Aquarium donostiarra.

Con el correr de los siglos, la “ballena de los vascos” fue desapareciendo de nuestras costas y tan ancestral ocupación quedó reducida a la mínima expresión. Sólo de cuando en cuando, alguna se aproximaba ofreciendo la oportunidad de rescatar los viejos hierros de matar y revivir los gestos y los riesgos de épocas pretéritas. Es lo que ocurrió el 14 de mayo de 1901, “a eso de las nueve”, cuando apareció una ballena de 12 metros delante de la barra de Orio. Salieron cinco traineras, con 55 hombres, patroneadas por Gregorio Manterola, Manuel Loidi, Eustaquio Atxaga, Manuel Olaizola y Cesáreo Uranga, y media hora después regresaban a puerto arrastrando la última ballena de la historia cazada en la costa vasca, mientras repicaban las campanas de la iglesia. Todo un acontecimiento narrado en veinte versos de autor anónimo, que el bardo de Orio, Benito Lertxundi, popularizó con su canción Balearen bertsoak.

De aquellas carreras por ser los primeros en clavar el arpón a la ballena, de aquellas rivalidades entre los balleneros de poblaciones cercanas por hacerse con el preciado trofeo, nos quedan las regatas de traineras. Un campo de regateo reproduce el trayecto que las antiguas txalupas seguían para cazar y remolcar las ballenas. Las traineras reman con fuerza hasta la ziaboga, lugar en el que giran para volver y lo hacen sin presa alguna, pero como parte de una historia que en tiempos remotos llevó a sus antepasados a buscar el sustento y el de decenas de familias cazando ballenas. Aquella feroz competencia por llegar el primero, no se ha relajado un ápice con el paso de los siglos, como lo han demostrado hace unas semanas Arraun y Donostiarra, Orio y Getaria, Bermeo y Hondarribia en las mismas aguas de la vieja Izurun que veían los ojos del mar. Manuel Olaizola, que había arponeado a la última ballena, fue el legendario patrón de la trainera de Orio que ganó cinco veces la bandera de la Concha disputada desde 1879.

Hoy tocaba mirar atrás, tal vez para tomar impulso. Y por qué no terminar con una reflexión de otro artista oriotarra, el genial Jorge Oteiza: “El que avanza creando algo nuevo, lo hace como un remero, avanzando hacia delante, pero remando de espaldas, mirando hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo existente, para poder reinventar sus claves”.

Bajábamos pensando ya en subir a Ulía, para encontrar el sendero que lleva hasta la Peña del Ballenero.

Tonto el que lo lea

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Algunos decían que no tenía un pelo de tonto, otros que parecía tonto de remate. Había incluso quien, cariñosamente, le llamaba campanas por ser tan tontín. Al final, acertaron los primeros. Durante y después de su reinado, hizo de su capa un sayo. Sin embargo, cuando atracaba con el Bribón en el muelle de Sanxenxo, los tontos de remate aplaudían a rabiar.

Antes de regresar a su refugio árabe, casi se cruza con el emir de Qatar, régimen autoritario y rico en gas natural, que llegó al foro madrileño con la primera de sus tres esposas, desparramando miles de millones de euros por la alfombra roja. No se recuerda un recibimiento con mayores honores desde la visita de Eva Perón en la España de la posguerra y el hambre. Reñido con los derechos humanos, retorna a su ínsula Barataria con la Llave de Oro de la Villa de Madrid, el Collar de la Orden de Isabel la Católica y las medallas del Congreso de los Diputados y el Senado…. y los tontos de remate aplaudiendo a rabiar.

A todo el mundo, menos al emérito, le ha dado por pedir perdón: por la conquista de América, por el Holocausto y hasta por los horrores de la Santa Inquisición. Tampoco lo pide el director del Banco de España, que no tiene un pelo de tonto, por haber dicho que la subida del SMI generaría más paro, cuando, por primera vez en la historia, España rebasa la cifra de los 20 millones de afiliados a la Seguridad Social, medio millón más que antes de la pandemia, y el paro cae al nivel más bajo desde 2008. Ahora, prefiere hablar del gasto en pensiones y de la inconveniencia de su revalorización con el IPC que del récord de 57.797 millones de euros de beneficio neto de las empresas del Ibex 35… y los tontos de remate siguen aplaudiendo a rabiar.

Cuando los murciélagos desplegaron sus alas negras en el lejano oriente para confinarnos con sus vuelos rasantes, levantando olas de contagios y de muerte, y los científicos trabajaban sin descanso para encontrar remedio al desastre, el presidente de la Universidad Católica de Murcia se descolgó asegurando que había una conspiración mundial en la que participaban Bill Gates y George Soros, como “esclavos y servidores de Satanás”, para implantar “chis” en las vacunas y controlar a la humanidad, y que los culpables del coronavirus eran “las fuerzas oscuras del mal”… y los tontos de remate aplaudían a rabiar.

La Santa patrona de los bares y reina de Ayusolandia, dice que España tiene “dos milenios” de historia –quedándose más cerca de los 3.000 años de Esperanza Aguirre que de los más de 500 de Rajoy–, que los Reyes Católicos consiguieron la “unidad nacional”, que “no todos somos iguales ante la ley”, que “el rey don Juan Carlos no es como usted, ni muchísimo menos”, que la agenda de Cataluña, es la agenda de ETA… en fin, que la libertad es hacer lo que te da la gana. Y lo dice sin despeinarse. Ahora, lidera la campaña de bajada de impuestos que solo beneficia a quienes tienen “posibles”… y los tontos de remate siguen aplaudiendo a rabiar.

Cuando los tambores de guerra nos estallan en las narices, la inflación se dispara y el precio de la electricidad se pierde entre las nubes, sale a la palestra el presidente de Iberdrola, ejecutivo con un salario de 13 millones de euros, para llamar tontos a los consumidores por mantenerse en la tarifa regulada, a la que están acogidos 11 millones de hogares españoles, y no haber pasado al mercado libre.

Otro que tampoco tiene un pelo de tonto y que, para más señas, es premio Nobel de las Letras, nos dice que “hay que votar bien”, y lo hace después de pedir el voto para la hija de Chinochet en el Perú. Y así vemos a mujeres votando a candidatos misóginos, a inmigrantes votando a xenófobos, a homosexuales a homófobos, y a millones de ciudadanos en todo el mundo aplaudiendo a Trumps y Putines, Bolsonaros y Le Penes, Orbanes y Erdoganes, Fujimoris y Dutertes, Melonis y melones o Abascales. Todos votando bien.

Y no sigo cosiendo botones de muestra por no parecer exhaustivo.

Tontos tiene que haber. Siempre los ha habido. Decía Pérez-Reverte que un tonto evidente, lustroso, pata negra, bien cebado, de esos que da gloria verlos, decora el paisaje, sobre todo si, como ocurre a menudo, no tiene conciencia de lo tonto que es. Hoy son legión. Ya es muy difícil distinguir quién es el tonto del pueblo, y lo peor es que se multiplican como conejos, lo que empieza a convertirse en un problema serio, porque los tontos son como las escopetas: las carga el diablo. Juntas a un malvado con mil tontos y tienes en el acto mil y un malvados.

Así que, si alguien ha llegado hasta aquí, a pesar de la advertencia inicial, apuntada en el título, y se ha visto retratado entre los que aplauden a rabiar, sépase que se hace con ese destino, como cantaba Silvio, porque dan vida a los que no tienen un pelo de tontos y porque en sus manos queda gran parte de nuestro presente y de nuestro futuro.

¡¡¡País!!!

¡Ah!, cuando hablo de tontos, incluyo también a las tontas, que haberlas haylas, no se vaya a sentir alguna excluida.

El patinete de Florence

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Hoy he visto pasar a Jorge por el bidegorri, a toda pastilla, con su patinete eléctrico, los brazos tatuados, como si llevara mangas, los pantalones de marca caídos, a media nalga, enseñando los calzoncillos, y ese aire de suficiencia que le hace sentirse moderno, vanguardista y hasta transgresor; convencido a carta cabal de que el resto del mundo es demasiado mainstream. Vamos, todo un neopijo.

Probablemente, Jorge no sabe que Cantinflas ya llevaba los pantalones caídos hace un siglo, que, hasta no hace tanto, los tatuajes eran cosa de presidiarios, marinos y legionarios, y que desplazarse al trabajo en patinete eléctrico es tan viejo como la fotografía que abre esta entrada, una imagen tomada en el Londres de 1916 por el fotógrafo Paul Thompson.

La mujer que transita sobre dos ruedas, bajo la atenta mirada de un Bobby, es Florence, Florence Priscilla McLaren de nacimiento (1883-1964), conocida también como Lady Norman desde que se casó a los 24 años; una sufragista británica que va camino de su puesto de trabajo.

Florence trabajó activamente en distintas organizaciones como la Liberal Women’s Suffrage Union y la Women’s Liberal Federation. Con el inicio de la Primera Guerra Mundial, dejó sus reivindicaciones feministas y se marchó con su marido a Francia para colaborar en un hospital de guerra, por cuya labor sería condecorada con la Estrella de Mons. De vuelta a Inglaterra, apoyó la creación del Imperial War Museum donde presidió un Comité de Trabajo dedicado a recopilar documentación sobre la contribución de las mujeres durante la Gran Guerra y, tras el estallido de la Segunda, se volcó, también, en ayudar a la causa bélica, esta vez en el Women’s Voluntary Service de Londres.

De voluntad inquebrantable, Florence dejó una huella imborrable no solo por defender el derecho al voto de las mujeres, sino por su anhelo de conseguir la igualdad ante la ley. Esta sí que fue moderna.

¿Y el patinete?

El patinete motorizado, que le regaló su marido para desplazarse al trabajo, era un vehículo fabricado por la empresa estadounidense Autoped Company, y a partir de 1919 por el gigante alemán Krupp. Tatarabuelo de los monopatines eléctricos de hoy, llevaba un motor de gasolina de 155 cm3 y podía alcanzar los 25 km/h. Originalmente fue utilizado por el servicio postal estadounidense para el reparto de correspondencia.

Esto es algo que Jorge y todos los que se creen tan modernos porque llevan los pantalones caídos, lucen tatuajes y se desplazan en patinete eléctrico deberían saber. ¡Cuántas veces se nos presentan las modas con pretensiones de originalidad!

Dedicado a Francine Anne