En el medioevo, antes de la invención de la imprenta y los oficios que de ella surgieron, como el de corrector, que se hizo un alífero espacio entre el impresor y el editor, las erratas eran atribuidas no al autor –toda autoría estaba inspirada por Dios, por descontado infalible–, y menos aún al amanuense, mero instrumento divino, sino a Tutivillus, un demonio que trabajaba en nombre de Belfegor, Lucifer o Satanás para introducir errores en el trabajo de los escribas.
El profesor Joaquín Yarza Luaces lo ha visto en una tabla de c. 1485 que se conserva en el Monasterio de las Huelgas, de Burgos, atribuida a Diego de la Cruz, en la que aparecen dos diablos sobre el manto protector de la Virgen de la Misericordia, uno de los cuales lleva un hatillo de libros a la espalda. Así que, exculpados de antemano, no cabía falta ni pecado entre los escribas. Si una palabra desaparecía o en su lugar brotaba otra, era cosa de Tutivillus.
Muchos escritores han podido comprobar, con fenomenales gazapos, que aún subsiste la rémora medieval de aquel diablillo. Pero, aunque Tutivillus es travieso e indómito, a veces, cuando parece que quiere arruinar, mejora. Esto le ocurrió a Ramón J. Sender, uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, cuando, espoleado por los apremios, escribió en solo veintitrés días su novela Mr. Witt en el Cantón (1936). La premura hizo que “docenas de trompetas” tocaran en el puerto de Cartagena un hilarante God shave the King, extraña versión del himno británico.
En el prólogo a la segunda edición, en 1968, Sender asegura que el libro se publica exactamente igual que en la primera, pero advierte al lector que hay una mínima diferencia; tan mínima que consiste en una letra menos. La letra suprimida es una hache. Sin embargo, esa insignificancia, que el autor califica de conspicua, tiene, efectivamente, su enjundia, por lo que considera necesaria una explicación. “Cuando escribí la novela yo no sabía una palabra de inglés, y al referirme al himno nacional británico –que tocaba a bordo de un barco la banda de Infantería de Marina– dije que el himno era God save the king (Dios salve al rey). Pero lo escribí mal. Puse una hache entre la s y la a, y así el fonema resultaba shave. En su conjunto la frase decía algo muy diferente y sin duda gracioso: Dios afeite al rey. La cosa parecía humorística. Cuando hacía la traducción inglesa el distinguido humanista sir Peter Chalmers Mitchell, profesor de Oxford, que había sido preceptor del rey en su infancia, me escribió diciendo que encontró el error muy divertido. No pocos bienes de la providencia les han sido deseados a los reyes y a los emperadores, pero nunca que Dios los afeite, lo que es una impertinencia inocente, infantil y metafísicamente absurda”.
Carlos III de Inglaterra, por fin va a ser coronado. Pero, antes que rey, fue príncipe de Gales durante 64 años y, esperando, esperando, le creció la barba. Probablemente, un día leyó la primera edición de Mr. Witt en el Cantón y decidió ponerlas a remojar, no fuera que, llegado el momento, Dios apareciera en Buckingham Palace o en Clarence House con la navaja de afeitar. Y colorín colorado, desde entonces luce un perfecto rasurado.
Cuando en el lejano Oeste, indios y vaqueros se vieron las caras, un vaquero era para un indio un rostro pálido, y para el rostro pálido, un indio era un piel roja. Más tarde, llegaron a aquella tierra los hombres de color, llamados así por los blancos, para evitar las connotaciones negativas del negro. Después lo hicieron los amarillos y la paleta de colores se fue extendiendo. En las iglesias empezaron a preguntarse “de qué color sería la piel de Dios”.
Con un lápiz de color rosa claro en su mano derecha, Angélica Dass (Río de Janeiro, 1979) recuerda que, con solo siete años, su profesora le mostró, por primera vez, “un lápiz de color carne”. “Yo estaba hecha de carne y ese no era mi color, mi piel era marrón. Aunque la gente decía que yo era negra”. Desde luego, el color rosa claro no era el color de su carne y su cabeza empezó a hacerse un lío.
Nacida en “una familia muy colorida”, siempre había vivido la diversidad cromática con naturalidad. “Mi padre era el hijo de una niñera, de una sirvienta, de quien heredó un intenso color chocolate. Fue adoptado por aquellos que yo conozco como mis abuelos. La matriarca, mi abuela, tiene la piel de porcelana y el pelo de algodón. Mi abuelo era algo entre yogur de vainilla y fresa, como mi tío y mi primo. Mi madre es hija de una indígena brasileña que tiene un tono entre avellana y miel. Ella tenía otras dos hijas, una como un cacahuete, y la otra un poco más beige, como una tortita. Así que, creciendo en esta familia, el color nunca fue importante para mí”. Pero fuera de casa, era otra cosa.
Pronto tomó conciencia de que el color de la piel, la cultura o la nacionalidad, eran elementos capaces de levantar muros entre las personas. Para colmo –sigue–, “años después, me casé con un español que se sonroja con mucha facilidad, de esos que cuando están cinco minutos al sol se ponen rojos como una gamba. Empecé a preguntarme: ¿de qué color va a ser tu hijo? Obviamente, no era importante para mí, pero parecía que era muy importante para los demás. Así que pensé en utilizar mi oficio, que era la fotografía, para encontrar una respuesta. Las primeras fotos fueron mías y de mi marido. Pensé que el color iba estar entre esos dos. Después, seguí haciendo fotos a mi familia, como investigando mi propio origen, y comprobé que había muchos rosas, pero que también formaban parte de lo que era mi vida”.
A Angélica se le hacía difícil entender cómo aquellas diferencias en el tono de la piel podían convertirse en grandes conceptos y estereotipos erróneos que asocian los colores al viejo concepto de raza, porque –advierte– “siempre he pensado que el mayor tesoro de la especie humana es su diversidad”.
Con esta idea, decidió dar un paso al frente y creó Humanae, un proyecto fotográfico que utiliza el retrato para acercar a personas de todo el planeta. Ha recorrido más de treinta países alrededor del mundo, haciendo cuatro mil retratos de cuatro mil voluntarios, entre los que hay gentes de toda condición y en circunstancias de todo tipo, asegura. “Desde alguien incluido en la lista de Forbes, hasta refugiados que cruzaron el mar Mediterráneo en barco. Estudiantes de escuelas suizas y también de las favelas de Río de Janeiro. En París, en la sede de la UNESCO, o en un albergue. Todo tipo de capacidades, de creencias e identidades de género. Desde un recién nacido a un enfermo terminal, todos juntos construyen Humanae… ofreciendo una representación global de todos los tonos de piel existentes”.
Angélica Dass plasma cada retrato sobre un fondo blanco. Luego selecciona una muestra de once por once píxeles de la cara, a la altura de la nariz, la asocia con un código validado por Pantone, da ese color al fondo del retrato y al retrato el nombre de la paleta de colores. “Mi color carne –explica–, es el 7522C, y cada retrato tiene el suyo. Utilizo esta paleta, porque sé el número del color blanco y el número del color negro y, en este proyecto, que tiene cuatro mil retratos, no he encontrado ningún ser humano que sea blanco o negro.” Además –añade–, “en estas fotos, no sabes quién es pobre, quién es rico, quién es migrante o no, la nacionalidad de nadie, la opción sexual. Lo que sabes, es lo que yo intento enseñar, que primero somos humanos y después viene todo lo demás”.
El proyecto Humanae, aclamado internacionalmente y avalado por instituciones como la ONU y el Foro Económico Mundial, es, en definitiva, una colección de retratos que revelan la belleza diversa de los colores humanos, con la que Angélica Dass desafía la forma en que pensamos sobre el color de la piel y la identidad étnica. Se ha convertido, además, en un referente para miles de escuelas en todo el mundo, porque ese es, también, uno de sus objetivos: posicionar la diversidad como un valor en el proceso educativo.
“Utilizo la fotografía –dice–, como un pretexto para conversar sobre diversidad”. Pretende de esta manera que reflexionemos sobre el color de la piel, para deshacer falsas etiquetas como las de blancos, negros o amarillos, asociadas a la raza, ofreciendo para ello un universo de colores. “Esos retratos –sostiene– hacen que nos repensemos lo que somos como seres humanos”.
En última instancia, Angélica Dass se ha propuesto desactivar cualquier pretensión de clasificar la humanidad en función de la raza. “Si el concepto de raza es una construcción social –concluye–, eso significa que podemos deconstruirlo”. Y parece que no le falta razón, porque las razas no existen, ni biológicamente ni científicamente. Nuestro origen común, pertenece al mismo repertorio genético y las variaciones que podemos constatar no son el resultado de genes diferentes. Si de “razas” se tratara, hay una sola “raza”: la humana, asegura José Marín González, Doctor en Antropología de la Universidad La Sorbonne de París.
Se trata de un proyecto ambicioso de la artista, que lucha contra la discriminación racial y los estereotipos vinculados al color de piel y que apuesta por cambiar mentalidades.
Cuando has hecho el ejercicio de familiarizarte con la iconografía masónica y tienes delante de tus ojos un billete de un dólar estadounidense, no puede dejar de llamarte la atención la proliferación de símbolos que pudieran tener un sustrato común con la moderna masonería.
El término masón proviene del francés “maçon”, “propiamente albañil” según la RAE, y nos remite a la hermandad de constructores de catedrales medievales, cuyos ritos dieron origen a esa sociedad secreta, o discreta, que ha utilizado a lo largo de su historia, como medio de comunicación de sus ideas, un complejo repertorio de símbolos y alegorías, algunos de los cuales se pueden ver en las dos caras del Gran Sello de los Estados Unidos de América, representadas en el reverso del billete verde.
La tradición afirma que la antigua masonería se inició en Egipto, entre los maestros y arquitectos que dirigían la construcción de las grandes pirámides. Para los masones, la pirámide es el símbolo de la construcción, la obra del hombre que lo acerca a Dios. Proclaman la existencia de un principio creador, al que rinden culto, con el nombre de Gran Arquitecto del Universo (GADU), en su misión redentora de terminar una obra inacabada, perfectamente visualizada en la pirámide truncada representada en la parte izquierda del billete.
Es sabido que el triángulo, o letra Delta mayúscula, es la forma preferida por la masonería, uno de sus símbolos más característicos. Sobre la pirámide hay dibujado un Delta luminoso, en cuyo interior está representado el Ojo que todo lo ve, una fuerza divina superior que observa a los hombres desde un plano supraterrenal, simbolizando la omnisciencia de Dios, por lo que también es llamado Ojo de la Providencia, recordando el Ojo de Horus de la mitología egipcia.
El lenguaje numérico es otro de los recursos empleados en la confección del billete verde. Destaca, sobre todo, la utilización del número 13. En contra de la mala fama que tiene entre nosotros, para la masonería es un número benéfico que está asociado a la Transformación, necesaria para convertir a simples mortales en iluminados.
El trece es el máximo grado de conocimiento y sabiduría espiritual alcanzable por los maestres en el rito de York, un sistema de grados construido en el siglo XVII en las colonias británicas que más tarde se constituirían en los Estados Unidos de América, y que todavía sigue siendo allí el predominante.
La estrella de cinco puntas o pentalfa, es la representación geométrica del cinco, guía en el camino de la perfección. También conocida como Estrella Llameante o Flamígera, es el símbolo, por excelencia, del arquetipo divino del hombre y puede representar al Gran Arquitecto del Universo.
El águila, por otra parte, es poder; luz vencedora de las potencias oscuras y figura emblemática muy frecuente en los grados de la masonería, conocidos como filosóficos o altos grados.
En la otra cara del Sello, en la parte derecha del billete, vemos un águila con las alas abiertas, que sostiene 13 flechas en su garra izquierda y una rama de olivo en su garra derecha con 13 hojas y 13 aceitunas. Le cubre el pecho un escudo con 13 barras y sobre su cabeza hay una gloria con 13 estrellas de cinco puntas.
En su pico, el águila lleva un pergamino con el lema E pluribus unum (“De muchos, uno”) que tiene 13 letras. 13 escalones tiene, también, la pirámide truncada de la parte izquierda y otras 13 letras la inscripción Annuit Coeptis sobre el Ojo que todo lo ve, traducida por el Departamento de Estado de los EEUU como “Él (Dios) ha favorecido nuestras acciones.”
Las 32 plumas del ala izquierda, las 33 de la derecha y las 9 de la cola, coinciden con los grados de distintos ritos de la masonería, como el escocés y el nacional mexicano.
Con estos mimbres, no es de extrañar que haya quienes sostengan que el billete estadounidense de un dólar es todo un tratado sobre masonería. Otros van más lejos y alimentan las teorías de la conspiración, incluso hay quienes lo relacionan con los illuminati por la leyenda “Novus ordo seclorum (“Nuevo orden de los siglos”), uno de los lemas más conocidos del grupo masón, colocado bajo la pirámide, para levantar un Nuevo orden mundial.
Sin embargo, la versión oficial del Gobierno de los Estados Unidos asegura que en ese billete no hay nada de esotérico o conspiranoico. La pirámide representa la fortaleza de su propio país y está inacabada porque la labor de construir y crear una nación jamás acaba. Recuerda que cuando Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y John Adams se reunieron para diseñar el sello del billete, pidieron que se incluyera un ojo, como símbolo de la divina providencia.
El águila simboliza, también, esa fortaleza, y las fechas y la rama de olivo son atributos de guerra y paz. Algo así como una alegoría que hace referencia a la máxima latina Si vis pacem, para bellum. Aunque el águila tiene su cabeza vuelta hacia la rama de olivo, como muestra de su preferencia por la paz.
Y el dichoso número 13, omnipresente en el billete, solo hace referencia a las 13 colonias británicas que declararon su independencia en 1776 y fundaron los Estados Unidos.
Por lo tanto, la interpretación que se hace sobre la intervención masónica en la confección del billete verde no tendría ningún fundamento. Todo obedecería a un cúmulo de casualidades o de coincidencias.
Aun así, lo realmente cierto es que rima bastante.
Era yo un hombrecito de unos siete años, cuando en uno de los días de Navidad mis hermanos mayores y los amigos de mi padre me llenaron los bolsillos de piezas de cobre, entre las cuales, lo recuerdo como si lo estuviese viendo, mostraba orgulloso su carita risueña un aristocrático escudo.
Con la presteza que se pueden ustedes imaginar, encaminé mis pasos a una tienda de juguetes; pero apenas había salido de mi casa cuando topé con un muchacho, compañero de colegio, que llevaba en la mano un silbato. Enamorado del juguete, le ofrecí y entregué todo mi dinero con el mayor placer, a cambio del sonoro instrumento.
De vuelta a mi casa no hacía más que silbar y silbar, muy satisfecho de mi compra, atolondrando a toda la familia. Mis hermanos, y sobre todo mis hermanas, cuando se enteraron de lo que me había costado aquella maquinaria de hacer ruido, me reprendieron con dureza, echándome en cara, siempre a grito herido, que lo había pagado diez veces más de lo que valía, y enumerando al mismo tiempo, sin duda con la mejor intención, los mil y un juguetes que habría podido adquirir con el resto del dinero si hubiera sido menos cándido.
Tanto insistieron en reírse de mi tontería, que acabé por llorar de vergüenza y despecho, proporcionándome las reflexiones que tuve que hacerme mucha más pena que satisfacción me había producido el dichoso pito; y tan grabado quedó en mi memoria el recuerdo de lo sucedido, que no ha dejado todavía de prestarme grandes servicios en la vida, porque desde entonces, tantas veces como me han dado tentaciones de comprar alguna cosa que no me hacía verdadera falta, siempre me he dicho: No vaya a ser que demos demasiado por el pito, y he guardado el dinero.
Después, al frecuentar la sociedad, observando el incesante anhelar de hombres y mujeres, sus vanos caprichos, sus angustias y decepciones… he podido sacar la triste experiencia de que son muchos los que pagan su pito demasiado caro.
Tal fulano, ambicionando los favores de la corte, perdía en las antesalas la tranquilidad de su vida, su virtud y hasta su albedrío, por obtener una ridícula distinción… Cuantas veces me ha hecho pensar: ¡Este hombre paga demasiado caro su pito!
Cuando me ha sido dado observar a otro, ambicioso de popularidad, y que por obtenerla dedicaba todo su tiempo a los asuntos públicos, abandonando los suyos propios y acarreándose su ruina y la de su familia, mucho, pensaba, mucho paga este por su pito.
Ante el espectáculo del avaro, que rehusaba las comodidades de la vida, privándose de todo, hasta de ser útil a su prójimo, y renunciando a las ternuras y consuelos del hogar por la posesión de un puñado de oro… ¡Pobre hombre, he dicho, cuan caro te cuesta tu pito!
Al advertir la desgraciada condición del que, por entregarse ciego al placer, sacrificaba toda perfección de su inteligencia y todo progreso de su vida a los deleites de los sentidos, destruyendo su salud… Al contemplar la desolada hermosura de la joven loca de vanidad, que, por alcanzar brillante posición, ricos vestidos y lujosos trenes, se había casado con un hombre adusto y brutal que continuamente la maltrataba… ¡Lástima, he reflexionado siempre; lástima que todos estos hayan pagado tan caro su pito!
*****
Aquel hombrecito, que invirtió todo su dinero en un pito, era Benjamin Franklin, ya de mayor, uno de los Padres fundadores de los Estados Unidos; y este relato, una anécdota que le marcó para los restos.
”Las lecciones de la vida –concluía– me han hecho llegar a la convicción de que no es difícil obtener mayor utilidad de la misma que cuidando de no pagar demasiado caros nuestros pitos, porque tengo la evidencia de que la mayor parte de las desgracias humanas reconocen, por fundamento casi exclusivo, el haber echado en olvido esta precaución”.
El presidente chino, Xi Jinping, está en Moscú y ha sido recibido por Putin en el Kremlin.
Atención a la mesa que les separa, o les une. Casi no da para el centro de flores.
Nada que ver con la que utilizó para recibir al presidente francés Emmanuel Macron, al alemán Olaf Scholz y al secretario general de la ONU, Antonio Guterres.
Parecen mesas no friendly.
Sin embargo, la cercanía se hizo más evidente cuando recibió a Marine Le Pen y a Valentina Tereshkova.
Y por si hubiera alguna duda sobre el carácter amistoso de la mesa de Xi y la ansiada cercanía del dirigente ruso, es la misma que reunió a Putin con Aleksandr Lukashenko, Bashar al-Ássad, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro y el cubano Miguel Díaz-Canel.
Por los senderos del bosque de Ametzagaina, hemos llegado hasta el parque de Castelao, junto al paseo Galizia, en el barrio donostiarra de Intxaurrondo. En el centro se erige el monumento al rianxeiro, retratado en la fotografía que abre esta entrada, uno de los muchos que se levantan en tierra vasca para homenajear a quien fue amigo de los vascos.
Intelectual de primer orden, médico, escritor, ensayista, pintor, caricaturista, pensador, de una relativa y tardía vocación política, Alfonso Daniel Manuel Rodríguez Castelao, Daniel Castelao para quienes le trataron, fue, sobre todo, un galeguista, con todo lo que ello significa. De sus contemporáneos, es Castelao quien ha calado más profundamente en la castigada conciencia de su país y también en aquella que Sartre llamaba conciencia reflexiva.
Nacido en el ombligo de la ría de Arousa, tuvo siempre claro dónde estaban sus raíces. Pero en su accidentado periplo vital, también fue capaz de extender vigorosas ramas por donde pasó, como se puede ver en este parque, tantos años después de que pudiera volver a la tierra que le vio nacer, aunque fuera con los pies por delante. Lo que el bertsolari Xabier Amuriza ha sabido resumir en estos versos:
Galizan sustraiak, adarrak Euskadin, zuhaitz bikainagorik ez ziteken egin
En Galiza as raíces, en Euskadi as pólas, árbore millor non pode medrar
Castelao visita Euskadi en 1932. El entonces diputado del Partido Galeguista por Pontevedra conoce Gernika, invitado por su compañero en las Cortes Ramón Aldasoro, diputado de Izquierda Republicana. Vuelve un año después, interesado en “conocer todo lo relacionado con lo vasco”, asegura Xosé Estévez en su libro A presenza de Castelao en Euskadi. En esa segunda visita, en la primavera de 1933, regresa a Gernika y firma en la Casa de Juntas. El 2 de abril, invitado por Acción Nacionalista Vasca (ANV) participa en un mitin junto a Luis Urrengoetxea y Julián Arrien, del partido abertzale, y Josep Riera i Puntí, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC). La confluencia de gallegos con vascos y catalanes será importante para Castelao el resto de su vida. Durante su exilio en Buenos Aires, tras la Guerra Civil, fue “el principal impulsor de Galeusca” –continúa Xosé Estévez–, “un movimiento de solidaridad y unión” entre las corrientes identitarias de Galicia, Euskadi y Catalunya.
Cuando los socios de la Casa de Galicia en Donostia se propusieron celebrar el 75 aniversario de su fundación, quisieron mostrar su agradecimiento a la ciudad “por la acogida que siempre ha dado a todos los gallegos”. Nadie mejor que Castelao podía encarnar ese espíritu “irmanador”. El 15 de julio de 2006 se inauguró esta escultura erigida en el centro del parque que lleva su nombre, sufragada al 50% por la Xunta de Galicia y la suscripción popular promovida por la Casa de Galicia.
Representa el mapa de Galicia con el hueco dejado por la silueta de la autocaricatura de Castelao, junto al que aparece. La silueta vaciada se encuentra en el suelo, y en la parte posterior de la escultura se ha adosado la representación de un trisquel de Castromao.
Xosé Antonio Vilaboa Barreiro, el autor, dijo: “He pretendido en esta obra, hacer una reflexión… utilizando como base el granito de Pontevedra, y como inspiración, la figura de Alfonso Daniel Castelao. Todos los gallegos, independientemente de su personal ideología política, asumen que se fue, pero se quedó, en la vitalidad de su obra, su filosofía, su muerte en el exilio… y sobre todo en la profunda huella que ha quedado prendida en el pensamiento de los hombres y mujeres que componen el milenario pueblo gallego”. De ahí el título de la obra, colocado a sus pies: Castelao / Foise pero quedouse / Joan zen baino geratu zen / Se fue pero se quedó.
Cada vez que vuelvo a puerto, tengo la impresión de que la gente habla más raro.
Si Blas de Lezo, al que llamaban “mediohombre” por haber perdido en combate una pierna, un brazo y un ojo, desembarcara con nosotros, hoy no sería un cojo, manco y tuerto, ni siquiera un lisiado, sino un discapacitado, o pluridiscapacitado en el mejor de los casos. Y si pudo llegar a coquetear con la locura, sería una persona con un trastorno mental severo. Ya no hay paralíticos, ni cojos, ni ciegos, ni sordos, todos tienen una discapacidad visual, auditiva, física o motora.
He llegado a oír que un futbolista pequeño es un jugador con el centro de gravedad bajo y a leer que un vago es un estudiante con bajo rendimiento académico. Los presos son internos y los ancianos personas mayores o de la tercera edad.
Hace tiempo que los negros dejaron de serlo para ser “de color”. Ahora, a nadie le chirría el oído oír hablar de afroamericanos; y los moros de la morería, son magrebíes o norteafricanos.
Ya no hay cocineros, todos son restauradores o chefs; ni peluqueros, ni porteros, que ejercen como estilistas y conserjes. Los dentistas son ondontólogos o estomatólogos y los callistas pedicuros. Barrenderos y jardineros opositan como técnicos de limpieza viaria o de parques y jardines. Y las putas… las putas son trabajadoras sexuales.
La gente ya no folla o hace el amor, ahora tienen o practican sexo, como si fuera un deporte. A los pobres les llaman desfavorecidos. Los muertos pierden la vida y hasta mentir es faltar a la verdad.
Y hablando de mentir, en los mentideros económicos flexibilidad equivale a barra libre a la hora de contratar o despedir; reformas a recortes y reajuste laboral o regulación de empleo a despido. La bajada de sueldos se ha presentado como devaluación competitiva de salarios. Y la emigración forzosa de jóvenes en paro, como movilidad exterior; Fátima Báñez dixit. Por no hablar del despido en diferido de Bárcenas tras su actividad extracontable sin carácter finalista, creación sublime de Dolores de Cospedal.
La regularización tributaria especial de Montoro era una amnistía fiscal para los defraudadores. El desabastecimiento producido por una huelga de transporte es una rotura de stock. Inyectar liquidez a la banca es trasvasar dinero público a empresas privadas y cuando la economía entra en recesión… experimenta un crecimiento negativo (contradictio in terminis).
Las separaciones matrimoniales se visten de seda. Cuando anunciaron la suya Jaime de Marichalar y la infanta Elena fue un “cese temporal de convivencia” y una “interrupción de su relación matrimonial” cuando les llegó el turno a Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón.
El cabeza de familia ahora es el sustentador principal. Ya no hay amas de casa sino responsables de las compras habituales del hogar y los minipisos son soluciones habitacionales imaginativas.
Las tendencias políticas son sensibilidades, la geometría variable es el resultado de la debilidad parlamentaria y las perversiones sexuales de los curas aparecen en los documentos oficiales de la Iglesia como contactos inapropiados.
Al negocio derivado del seguimiento informático de nuestros gustos y aficiones le llaman plusvalía del comportamiento y al sistema de espionaje que lo fundamenta, capitalismo de la vigilancia.
Los odiosos daños colaterales refieren siempre a la muerte de civiles inocentes. Las devoluciones de menores a Marruecos son retornos asistidos. La presencia de inmigrantes iraquíes en la frontera entre Polonia y Bielorrusia es una agresión híbrida. Y la guerra de Ucrania, una operación militar especial.
La última es la de los personajes de Dahl. Ya no hay feos, ni calvos, ni locos, y los gordos son enormes. Y por si no fuera suficientemente ridículo llamar a los gatos y a los perros, mascotas, he oído que los de la Guardia Civil son agentes caninos.
¡Ene bada! Nunca tantas palabras dijeron tan poco… o tanto. Si como ha dicho Luis Rojas-Marcos somos lo que hablamos, qué somos. Una sociedad pacata, hipócrita, remilgada y mojigata, tonta de capirote, por no decir otra cosa, que vive una realidad innombrable.
Los eufemismos, decía Orwell, son como la tinta que utiliza el pulpo para ocultarse, palabras que caen sobre los hechos como nieve blanda, difuminan los contornos y sepultan todos los detalles.
Yo me vuelvo a la mar. En mi galeón, hablamos siempre con respeto, por más que la realidad sea dura y, en ocasiones, hasta cruel, pero llamamos al pan, pan, y al vino, vino. No nos engañamos y nos entendemos mucho mejor.
Si como ha dejado escrito Luis Rojas-Marcos somos lo que hablamos, desde que Alberto Núñez Feijoo ha empezado a soltarse se le están viendo las costuras… y hasta el plumero.
Llegó a la presidencia del Partido Popular con la vitola de líder moderado, decidido a hacer prevalecer la verdad sobre la mentira y cada vez que se le ha presentado la ocasión se ha esforzado en dejarlo claro. Así nos ha regalado los oídos con perlas como estas:
“Aunque la moderación no está de moda, estoy convencido que la moda del futuro es la moderación. Y aunque la moderación a veces puede ser aburrida, es mucho más aburrida la falta de moderación” (4-10-2022)
“Las cosas que duran mucho tiempo son las cosas que merecen la verdad. La verdad y la mentira es aquello en lo que merece la pena dedicar una vida. ¿Para qué? –y lo aclara–. Para que la verdad venza a la mentira y no la mentira venza a la verdad” (10-06-2022)
Quienes creían que Rajoy y sus laberintos dialécticos eran insuperables se equivocaban.
Por si no había quedado claro, en la clausura de la II Mesa de Debate “Los Valores Constitucionales en la España del siglo XXI”, Feijoo ha vuelto a insistir:
“Cuando la mentira se instala y vence a la verdad, automáticamente la decadencia abrirá un periodo lamentable de nuestra historia. Pero estoy convencido que el pueblo español siempre siempre, cuando se pone en peligro la verdad, siempre siempre, abandona la mentira y se mete en los caminos de la verdad, que, en este caso, en el ámbito político, la verdad tiene un texto: la Constitución española de 1978” (28-11-2022). Qué ironía.
Hace unas semanas patinó Feijóo al comparar la situación política española con aquella distopía totalitaria que escribió Orwell “allá por el año 84”. En su discurso, en el Foro Global Youth Leadership, en el Palacio de la Magdalena, en Santander, amén de la comparación, confundió el título de la novela con la fecha de creación:
“La mentira o la posverdad nos esclaviza. Y, de hecho, podemos situar el nacimiento de la posverdad en aquella distopía escrita por Orwell, allá por el año 84, que, como saben, describe un régimen totalitario, con todo eso, con toda su crudeza. Si vamos a la obra de Orwell acreditamos lo que es un régimen totalitario”.
Aunque solo han pasado ocho meses desde que fue proclamado presidente, allá por el 2 de abril, el collar empieza a pesar. Claro que, quien se postula para sucederle al frente del partido, tiene ya varios, para alternar. Una de sus últimas perlas nos la ofreció al recibir, el 13 de septiembre del año pasado, el premio La llama de la libertad, del Instituto Bruno Leoni de Milán. Ayuso, que ejerce de madrileña allá donde va, dijo, sin pestañear:
“Madrid es una región única en el mundo. Créanme, está llena de madrileños” (sic). Literalmente. Quienes le escuchaban quedaron estupefactos. ¡Qué nivel!
En plena Edad de la Ignorancia, cualquier ignorante podría hacerlo mejor. ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Vargas Llosa, el que recomienda a los ciudadanos “votar bien”, ha comparado a Ayuso con Ronald Reagan: “Cuando habla –ha dicho–, tiene un instinto que me recuerda al presidente de EEUU”. Y me da la impresión de que por ahí van los tiros, porque Reagan ha pasado a la historia como el presidente más ignorante de EEUU, al menos hasta su mandato.
En un trabajo reciente, titulado precisamente Profiles in Ignorance: How America’s Politicians Got Dumb and Dumber (2022) (Perfiles en la Ignorancia: Cómo los políticos estadounidenses se volvieron tontos y más tontos), el colaborador de The New Yorker Andy Borowitz ha estudiado el asunto en las dependencias del Faro de Occidente, estableciendo tres fases en el progreso hacia la imbecilidad en la vida pública de Estados Unidos.
En la primera, que llama del ridículo, los políticos ignorantes hacen todo lo posible por fingir que son inteligentes, aunque se les pudiera ver la parte de atrás de la cabeza al mirarles a los ojos. La ignorancia desata el ridículo y los políticos y sus asesores se esfuerzan por disimularla. Empieza con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan quien, según el autor, marca el triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. Un compañero suyo de California que le conocía bien dijo: “Podrías caminar a través de los pensamientos más profundos de Ronald Reagan y no mojarte los tobillos”.
A la vuelta de una gira por Centro y Sur América un reportero preguntó al presidente si la gira le había hecho cambiar su punto de vista sobre América Latina y Reagan le contestó: “Aprendí mucho… Te sorprenderías. Cada país es distinto”. De sus collares de perlas destaca la afirmación de que los árboles mataban a las personas con la contaminación: “Córtame antes de que vuelva a matar”, rezaban los letreros de algunos árboles en los campus durante la campaña presidencial de 1980.
La segunda fase de degeneración intelectual es la de la aceptación. Los políticos ya no tienen que fingir que son inteligentes. La ignorancia deja de ser un obstáculo en una carrera política y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, como una prueba de campechanía. Es la de George Bush hijo, el del trío de las Azores con Blair y Aznar, quien convirtió su ignorancia en un mérito para atraer a muchas personas a las que la pobreza y la injusticia les habían privado de las ventajas de la educación.
“Cada vez más, nuestras importaciones provienen del extranjero” señaló, dando pruebas de que sabía manejar la economía. En vísperas de la invasión de Irak, quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”, les dijo.
La presidencia de Donald Trump nos sitúa en la tercera fase, la de la celebración, en la que la ignorancia ya no se disimula, se muestra sin pudor, sin complejos, como se dice por aquí. Ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, contra los tediosos y avinagrados expertos. Trump, que se calificó a sí mismo como “el supergenio de todos los tiempos”, recomendó tomar desinfectante para curar el covid. Nada más ser elegido, desconcertado por el número de dirigentes extranjeros que le llamaban para felicitarle, llegó a confesar: “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”. En otro momento de gloria llegó a asegurar que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de Independencia americana.
En esta fase, la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes dice Antonio Muñoz Molina, que provocarían la risa si no fuera porque nos llevan directamente hacia el precipicio. Marjorie Taylor Green, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como muchos de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior y financiados por los judíos.
¡Ene bada!
En fin. Dos cosas quedan claras. Que, en la Edad de la Ignorancia, cualquiera puede ser presidente… o candidato; y, por si a alguien le quedaba alguna duda, que la luz mortecina del Faro de Occidente no es una buena guía para evitar el naufragio.
El padre Bosco escuchó una risa al lado de su ventana y se asomó con curiosidad, esperando encontrar a un vecino con un tono de voz grave y sonoro. Sorprendido, descubrió que un loro verde y con la frente amarilla se había posado junto a la misma y se carcajeaba con la desinhibición de un viejo marino. Lejos de asustarse, el pájaro le miró a los ojos y ahuecó el plumaje, abriendo el pico para exclamar:
—Hola, mi amor.
El sacerdote sonrió y se aproximó con cuidado. Alargó la mano lentamente y le acarició el cuello. El pájaro agachó la cabeza y emitió un suave murmullo.
—¿Tienes nombre? —preguntó sin esperar una respuesta. —Hola —contestó el loro—. Soy Cipriano.
El sacerdote se rio y puso la mano a la altura de sus patas, pensando que tal vez se posaría en ella y así fue. Su amigo Julián contemplaba la escena con una sonrisa en los labios.
—¿Ha tenido pájaros? —le preguntó el sacerdote. —Sí, tuve dos periquitos, pero se murieron a las pocas semanas de fallecer mi mujer. No quise coger más, pues rehuía los recuerdos dolorosos. Rosa los cuidaba con mucho afecto. Siempre se preocupaba de que no les faltara agua ni comida. A veces los dejaba sueltos y se posaban en su hombro. Ahora pienso que es un error huir de los recuerdos. —Recordar es una forma de revivir a los que se fueron, ¿verdad? —dijo el sacerdote. —Exacto. Usted siempre lo dice de una forma más bonita. —Tengo entendido que viven muchos años. —Cincuenta. A veces más. —Entonces me sobrevivirá. —¿Quién sabe? De buena gana le prometería cuidarlo cuando usted falte, pero yo soy bastante más viejo. De todas formas, no es el momento de pensar esas cosas. Ahora disfrútelo. Cipriano es simpático y pacífico. Será un buen amigo. ¿Cree que los loros van al cielo? —Yo no le cerraría las puertas y Dios tampoco creo que lo haga.
El padre Bosco no tardó en descubrir que Cipriano sabía decir muchas cosas, algunas sumamente inapropiadas como «A las barricadas» o «Ni Dios, ni amo». Cuando se enteró Julián, lo celebró con sonoras carcajadas.
—Este es de los míos. Debía pertenecer a un anarquista. Si es así, no puedo creer que lo haya abandonado. Los anarquistas son personas con conciencia. —Quizás pensó que merecía ser libre —sugirió el sacerdote—. A veces se hacen cosas malas movidos por convicciones aparentemente nobles. —Espero que el obispo… ¿Cómo se llama? —Don Aniceto. —Espero que don Aniceto tarde tiempo en visitarle. Si escucha a Cipriano, se desmayará.
Un buen día, el obispo se animó a pasar por el pueblo, pues le pillaba de camino y quería comprobar con sus propios ojos si la parroquia continuaba siendo un desastre. El padre Bosco sintió que su vieja úlcera se abría de nuevo cuando recibió la llamada de don Aniceto comunicándole su visita.
—Solo estaré unas horas. Viajo en coche con un sacerdote joven. No podré asistir a la eucaristía, pero podremos hablar un rato.
Don Aniceto se mostró conciliador y cuando conoció a Cipriano esbozó una sonrisa.
—Me encantan los pájaros. Tengo dos canarios. Eso sí, llamar a un loro Cipriano, que es el nombre de algunos santos, no me parece apropiado. —Yo no escogí el nombre —se excusó el padre Bosco, encogiendo los hombros. —Hola —chilló el loro, agitando las alas—. Soy Cipriano.
Durante unos minutos, repitió su nombre con su poderosa voz, que se escuchaba en la calle, provocando las risas de los vecinos. El obispo intentó hacerle callar susurrando unas palabras afectuosas.
—No hace falta que chilles. Ya te hemos oído.
El loro se calló e inclinó la cabeza, observando a don Aniceto. Parecía estar examinándole para averiguar qué había en el interior de su cabeza. De repente, se estiró y chilló:
—Ni Dios, ni amo.
El obispo retrocedió con gesto de ira y horror.
—¿Quién le ha enseñado esto? —preguntó. —Ni idea —contestó el padre Bosco—. Imagino que su dueño anterior.
Don Aniceto contuvo su enfado y levantando el índice, se dirigió al loro:
—Eres muy bonito. No deberías decir esas cosas.
Cipriano aprovechó su cercanía para darle un fuerte picotazo en el dedo. El obispo soltó una exclamación de dolor y se alejó, tambaleándose. Sus pies tropezaron con un brasero y a punto estuvo de caerse. El loro lanzó una de sus risas y empezó a repetir:
—Ni Dios, ni amo. Ni Dios, ni amo.
El obispo no pudo contenerse y se dirigió airadamente al loro:
—Hereje. Masón. Cierra el pico de una vez.
El loro se calló y permaneció en silencio unos instantes, como si hubiera entendido las palabras de don Aniceto. Después, sin apenas moverse, abrió el pico y chilló:
—Arderéis como en el 36.
Demudado, el obispo gritó:
—Excomulgado. Deberías ser excomulgado. —Por favor, señor obispo, tranquilícese —suplicó el padre Bosco—. Solo es un pájaro. Repite lo que ha escuchado. —Espero que se deshaga de ese pajarraco —dijo don Aniceto—. Sé que no lo hará. Pensé que habría recapacitado, pero me he equivocado. ¿Sabe cuál es su problema? No quiere madurar. Sigue comportándose como un adolescente y, en el fondo, no desea cambiar. Me marcho. Rezaré por usted.
Esa noche, Julián acudió a cenar a casa del padre Bosco y este le contó lo sucedido.
—¿Qué va hacer, páter? Si quiere, puedo quedarme con el pájaro. A Rosa le habría gustado que lo hiciera. —No quiero desprenderme de él. Me hace mucha gracia todo lo que hace, incluso su anticlericalismo. Me dedicaré a rezar rosarios a su lado. Quizás memorice algo y olvide esas consignas incendiarias. La próxima vez que venga el obispo tal vez sea capaz de decir cosas como «Dios te salve María». —Para lograrlo, tendrá que repetírselo muchas veces. —Sí, claro. ¿Sabe una cosa? El obispo me dijo que no deseaba madurar y pienso que tenía razón. —No le entiendo. ¿Qué quiere decir? —No quiero matar al niño que llevo dentro. Me crea problemas, pero le tengo mucho cariño. Se parece al loro. Quizás por eso le he cogido tanto aprecio.
A la memoria de Cipriano y otros camaradas suyos como Ravachol